Reflexión de la semana

 
 
 
 

"QUÉDATE CON NOSOTROS, QUE ATARDECE…"

 
 
 
 

Una pequeña reflexión de vuestro hermano y servidor en este domingo de los discípulos de Emaús.


“Quédate con nosotros, que atardece…” Esta es la petición de los dos discípulos de Jesús que le hacen a un peregrino desconocido en el trayecto de vuelta a su casa en Emaús. Los dos discípulos huían de Jerusalén con el corazón destrozado y entristecido, por el sufrimiento y la muerte que injustamente había padecido su maestro-Jesús hacía poco menos de tres días.


¡Qué imagen más adecuada para lo que vivimos hoy! ¿Quiénes somos ahora los discípulos desorientados y apenados? ¿Quién es el Compañero “no reconocible” que está a nuestro lado? Ciertamente… Por eso, nosotros también podemos hacer la misma petición: ¡Quédate con nosotros Señor! Y la podemos repetir (prueba a hacerlo) antes de cada llamada, al salir para la compra, al hacer los deberes, antes de cada teletrabajo, antes de compartir la comida, ponerte a rezar o mirar desde la ventana.

¡Quédate con nosotros! Fue un grito en boca de aquellos discípulos, una oración de esperanza. Porque los discípulos de Emaús, por un momento, al escuchar al peregrino desconocido (Jesús Resucitado), sentían un vuelco en el corazón. ¿Por qué? Porque escucharon de sus labios que “todo ese dolor tenía que suceder”. Que Dios lo había acogido en su plan para salvarnos… Por fin encontraron un sentido a su tristeza: ¡Dios quiere rescatarnos! ¡Dios nos quiere resucitar! Dios todo lo aprovecha para salvar a cada uno, también a tí. Porque, durante los días del camino de tu vida: ¿Qué pecado o circunstancia te ha desorientado? ¿Qué te ha hecho perder la esperanza y la confianza? Piénsalo un momento…

Los días de pandemia pueden ser nuestro “camino de Emaús” particular: tiempo de pena e incertidumbre. Pero, como a los discípulos, Jesús nos habla. ¿Qué te está diciendo este Compañero invisible pero real? ¿De qué cosas te está salvando en este tiempo de dolor y de prueba? Si guardas silencio, te lo dice.

“Y entonces, entrando con ellos y puestos a la cena, le reconocieron al partir el pan. Llenos de alegría se volvieron a donde estaban los apóstoles para decirles que Jesús había resucitado”.

Así termina el evangelio… ¿Terminará así este tiempo de pandemia? Este es el mayor deseo para cuando todo termine: ¡estar a tu lado Señor otra vez, quédate con nosotros! Porque a tu lado aun encerrado me siento más libre. A tu lado, veo las cosas como tú las miras y no tanto desde mis planes. A tu lado, el virus me da menos miedo. A tu lado, Señor, veo que volver a la normalidad será un empezar mejor. A tu lado, estar sólo no es estar vacío. A tu lado, valoro más el esfuerzo de mis padres. A tu lado, sé que los abuelos están mas seguros. A tu lado, abrazar de nuevo a mis amigos será como abrazarte a ti. A tu lado, ayudar a los pobres es como darte un beso. A tu lado, tomar una cerveza con los amigos es hacer fiesta. A tu lado, estudiar me hace sentir que tengo que dejar huella en la historia. A tu lado, ir al trabajo es arriesgar la vida por mejorar este mundo… ¡Quédate conmigo siempre, quédate entre nosotros! Hasta la vida eterna…

En estos días me doy cuenta de lo bonita que es la misa. ¡Cuántas ganas de celebrar juntos la Eucaristía! Porque cada vez que estamos juntos en la Iglesia, eres Tú quien de nuevo nos partes el pan. Y en ese momento, aun estando distraído o sin ser consciente, mi corazón sí oye Tu voz, que me susurra: Aquí estoy, nada has de temer….

P. Óscar G. Aguado

 

"IMAGEN DEL DÍA, EN POSITIVO"

 
 
 
 

Un día asistes a una curación y otro dia a un fallecimiento, es la vida y la muerte.

Es el aquí, y el allá, en un mismo instante.

En la placa de tu habitación, un número y una letra, 17 A. No hay un nombre en la puerta de tu armario. Lo he abierto, nada sino una pequeña bolsa de plástico del hospital del que viniste. Sin ropa, sin objetos personales...sin nada. Tu dignidad, intacta, para qué más...

Cierro la puerta, te miro, ahí estás, acabas de marcharte, te has ido tal y como viniste, sin nada. Ahi está tu cuerpo, cual armadura abollada por los golpes que la vida te ha ido dando. Mas ya te has liberado, te has librado de él. Tu mundo se ha parado, en medio de un mundo que va a toda velocidad. Y la luz que ves, ya no es la del sol. Esa luz seguro que te da el calor inagotable de la eternidad. Tu único equipaje, tu vida vivida, tu transito por este mundo.
Ninguno te conocíamos, pero...no te has ido solo, tu destino ha querido que el equipo entero te haya atendido unos instantes antes de morir, entre comentarios humanizadores a modo de despedida, sin saberlo.

Ahora, aquí estoy, junto a tu cuerpo inerte, mi oración acompañe a tu alma. Ve en paz, y vive eternamente. Amén.

Angel, Enfermero.

UN PLAN PARA RESUCITAR.  UNA MEDITACIÓN. FRANCISCO

 
 
 
 

De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo: ‘Alégrense’” (Mt 28, 9). Es la primera palabra del Resucitado después de que María Magdalena y la otra María descubrieran el sepulcro vacío y se toparan con el ángel. El Señor sale a su encuentro para transformar su duelo en alegría y consolarlas en medio de la aflicción (cfr. Jr 31, 10). Es el Resucitado que quiere resucitar a una vida nueva a las mujeres y, con ellas, a la humanidad entera. Quiere hacernos empezar ya a participar de la condición de resucitados que nos espera.

Invitar a la alegría pudiera parecer una provocación, e incluso, una broma de mal gusto ante las graves consecuencias que estamos sufriendo por el COVID-19. No son pocos los que podrían pensarlo, al igual que los discípulos de Emaús, como un gesto de ignorancia o de irresponsabilidad (cfr. Lc 24, 17-19). Como las primeras discípulas que iban al sepulcro, vivimos rodeados por una atmósfera de dolor e incertidumbre que nos hace preguntarnos: “¿Quién nos correrá la piedra del sepulcro?” (Mc 16, 3). ¿Cómo haremos para llevar adelante esta situación que nos sobrepasó completamente? El impacto de todo lo que sucede, las graves consecuencias que ya se reportan y vislumbran, el dolor y el luto por nuestros seres queridos nos desorientan, acongojan y paralizan. Es la pesantez de la piedra del sepulcro que se impone ante el futuro y que amenaza, con su realismo, sepultar toda esperanza. Es la pesantez de la angustia de personas vulnerables y ancianas que atraviesan la cuarentena en la más absoluta soledad, es la pesantez de las familias que no saben ya como arrimar un plato de comida a sus mesas, es la pesantez del personal sanitario y servidores públicos al sentirse exhaustos y desbordados… esa pesantez que parece tener la última palabra.

Sin embargo, resulta conmovedor destacar la actitud de las mujeres del Evangelio. Frente a las dudas, el sufrimiento, la perplejidad ante la situación e incluso el miedo a la persecución y a todo lo que les podría pasar, fueron capaces de ponerse en movimiento y no dejarse paralizar por lo que estaba aconteciendo. Por amor al Maestro, y con ese típico, insustituible y bendito genio femenino, fueron capaces de asumir la vida como venía, sortear astutamente los obstáculos para estar cerca de su Señor. A diferencia de muchos de los Apóstoles que huyeron presos del miedo y la inseguridad, que negaron al Señor y escaparon (cfr. Jn 18, 25-27), ellas, sin evadirse ni ignorar lo que sucedía, sin huir ni escapar…, supieron simplemente estar y acompañar. Como las primeras discípulas, que, en medio de la oscuridad y el desconsuelo, cargaron sus bolsas con perfumes y se pusieron en camino para ungir al Maestro sepultado (cfr. Mc 16, 1), nosotros pudimos, en este tiempo, ver a muchos que buscaron aportar la unción de la corresponsabilidad para cuidar y no poner en riesgo la vida de los demás. A diferencia de los que huyeron con la ilusión de salvarse a sí mismos, fuimos testigos de cómo vecinos y familiares se pusieron en marcha con esfuerzo y sacrificio para permanecer en sus casas y así frenar la difusión. Pudimos descubrir cómo muchas personas que ya vivían y tenían que sufrir la pandemia de la exclusión y la indiferencia siguieron esforzándose, acompañándose y sosteniéndose para que esta situación sea (o bien, fuese) menos dolorosa. Vimos la unción derramada por médicos, enfermeros y enfermeras, reponedores de góndolas, limpiadores, cuidadores, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas, abuelos y educadores y tantos otros que se animaron a entregar todo lo que poseían para aportar un poco de cura, de calma y alma a la situación. Y aunque la pregunta seguía siendo la misma: “¿Quién nos correrá la piedra del sepulcro?” (Mc 16, 3), todos ellos no dejaron de hacer lo que sentían que podían y tenían que dar.

Y fue precisamente ahí, en medio de sus ocupaciones y preocupaciones, donde las discípulas fueron sorprendidas por un anuncio desbordante: “No está aquí, ha resucitado”. Su unción no era una unción para la muerte, sino para la vida. Su velar y acompañar al Señor, incluso en la muerte y en la mayor desesperanza, no era vana, sino que les permitió ser ungidas por la Resurrección: no estaban solas, Él estaba vivo y las precedía en su caminar. Solo una noticia desbordante era capaz de romper el círculo que les impedía ver que la piedra ya había sido corrida, y el perfume derramado tenía mayor capacidad de expansión que aquello que las amenazaba. Esta es la fuente de nuestra alegría y esperanza, que transforma nuestro accionar: nuestras unciones, entregas… nuestro velar y acompañar en todas las formas posibles en este tiempo, no son ni serán en vano; no son entregas para la muerte. Cada vez que tomamos parte de la Pasión del Señor, que acompañamos la pasión de nuestros hermanos, viviendo inclusive la propia pasión, nuestros oídos escucharán la novedad de la Resurrección: no estamos solos, el Señor nos precede en nuestro caminar removiendo las piedras que nos paralizan. Esta buena noticia hizo que esas mujeres volvieran sobre sus pasos a buscar a los Apóstoles y a los discípulos que permanecían escondidos para contarles: “La vida arrancada, destruida, aniquilada en la cruz ha despertado y vuelve a latir de nuevo”. Esta es nuestra esperanza, la que no nos podrá ser robada, silenciada o contaminada. Toda la vida de servicio y amor que ustedes han entregado en este tiempo volverá a latir de nuevo. Basta con abrir una rendija para que la Unción que el Señor nos quiere regalar se expanda con una fuerza imparable y nos permita contemplar la realidad doliente con una mirada renovadora.

Y, como a las mujeres del Evangelio, también a nosotros se nos invita una y otra vez a volver sobre nuestros pasos y dejarnos transformar por este anuncio: el Señor, con su novedad, puede siempre renovar nuestra vida y la de nuestra comunidad (cfr. Evangelii gaudium, 11). En esta tierra desolada, el Señor se empeña en regenerar la belleza y hacer renacer la esperanza: “Mirad que realizo algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo notan?” (Is 43, 18b). Dios jamás abandona a su pueblo, está siempre junto a él, especialmente cuando el dolor se hace más presente.

Si algo hemos podido aprender en todo este tiempo, es que nadie se salva solo. Las fronteras caen, los muros se derrumban y todo los discursos integristas se disuelven ante una presencia casi imperceptible que manifiesta la fragilidad de la que estamos hechos. La Pascua nos convoca e invita a hacer memoria de esa otra presencia discreta y respetuosa, generosa y reconciliadora capaz de no romper la caña quebrada ni apagar la mecha que arde débilmente (cfr. Is 42, 2-3) para hacer latir la vida nueva que nos quiere regalar a todos. Es el soplo del Espíritu que abre horizontes, despierta la creatividad y nos renueva en fraternidad para decir presente (o bien, aquí estoy) ante la enorme e impostergable tarea que nos espera. Urge discernir y encontrar el pulso del Espíritu para impulsar junto a otros las dinámicas que puedan testimoniar y canalizar la vida nueva que el Señor quiere generar en este momento concreto de la historia. Este es el tiempo favorable del Señor, que nos pide no conformarnos ni contentarnos y menos justificarnos con lógicas sustitutivas o paliativas que impiden asumir el impacto y las graves consecuencias de lo que estamos viviendo. Este es el tiempo propicio de animarnos a una nueva imaginación de lo posible con el realismo que solo el Evangelio nos pude proporcionar. El Espíritu, que   no se deja encerrar ni instrumentalizar con esquemas, modalidades o estructuras fijas o caducas, nos propone sumarnos a su movimiento capaz de “hacer nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5).

En este tiempo nos hemos dado cuenta de la importancia de “unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral” . Cada acción individual no es una acción aislada, para bien o para mal, tiene consecuencias para los demás, porque todo está conectado en nuestra Casa común; y si las autoridades sanitarias ordenan el confinamiento en los hogares, es el pueblo quien lo hace posible, consciente de su corresponsabilidad para frenar la pandemia. “Una emergencia como la del COVID-19 es derrotada en primer lugar con los anticuerpos de la solidaridad”. Lección que romperá todo el fatalismo en el que nos habíamos inmerso y permitirá volver a sentirnos artífices y protagonistas de una historia común y, así, responder mancomunadamente a tantos males que aquejan a millones de hermanos alrededor del mundo. No podemos permitirnos escribir la historia presente y futura de espaldas al sufrimiento de tantos. Es el Señor quien nos volverá a preguntar “¿dónde está tu hermano?” (Gn, 4, 9) y, en nuestra capacidad de respuesta, ojalá se revele el alma de nuestros pueblos, ese reservorio de esperanza, fe y caridad en la que fuimos engendrados y que, por tanto tiempo, hemos anestesiado o silenciado.

Si actuamos como un solo pueblo, incluso ante las otras epidemias que nos acechan, podemos lograr un impacto real. ¿Seremos capaces de actuar responsablemente frente al hambre que padecen tantos, sabiendo que hay alimentos para todos? ¿Seguiremos mirando para otro lado con un silencio cómplice ante esas guerras alimentadas por deseos de dominio y de poder? ¿Estaremos dispuestos a cambiar los estilos de vida que sumergen a tantos en la pobreza, promoviendo y animándonos a llevar una vida más austera y humana que posibilite un reparto equitativo de los recursos? ¿Adoptaremos como comunidad internacional las medidas necesarias para frenar la devastación del medio ambiente o seguiremos negando la evidencia? La globalización de la indiferencia seguirá amenazando y tentando nuestro caminar… Ojalá nos encuentre con los anticuerpos necesarios de la justicia, la caridad y la solidaridad. No tengamos miedo a vivir la alternativa de la civilización del amor, que es “una civilización de la esperanza: contra la angustia y el miedo, la tristeza y el desaliento, la pasividad y el cansancio. La civilización del amor se construye cotidianamente, ininterrumpidamente. Supone el esfuerzo comprometido de todos. Supone, por eso, una comprometida comunidad de hermanos”.

En este tiempo de tribulación y luto, es mi deseo que, allí donde estés, puedas hacer la experiencia de Jesús, que sale a tu encuentro, te saluda y te dice: “Alégrate” (Mt 28, 9). Y que sea ese saludo el que nos movilice a convocar y amplificar la buena nueva del Reino de Dios.

 


MOMENTO EXTRAORDINARIO DE ORACIÓN EN TIEMPOS DE EPIDEMIA (PapaFrancisco)

 
 
 

Meditaciones sobre la Cruz con la guía del Papa Francisco

«No hay cruz en la vida humana que el Señor no comparta con nosotros»

Una antigua tradición de la Iglesia de Roma cuenta que el apóstol Pedro, saliendo de la ciudad para escapar de la persecución de Nerón, vio que Jesús caminaba en dirección contraria y enseguida le preguntó: “Señor, ¿adónde vas?”. La respuesta de Jesús fue: “Voy a Roma para ser crucificado de nuevo”. En aquel momento, Pedro comprendió que tenía que seguir al Señor con valentía, hasta el final, pero entendió sobre todo que nunca estaba solo en el camino; con él estaba siempre aquel Jesús que lo había amado hasta morir. Mirad, Jesús con su Cruz recorre nuestras calles y carga nuestros miedos, nuestros problemas, nuestros sufrimientos, también los más profundos».

La cruz, en efecto, no es el abandono o el silencio de Dios, ni la maldición, ni el escándalo, ni la condena. La cruz cuesta, sí, y cuesta mucho. Pero la cruz fue y sigue siendo el camino, el modo elegido por Dios para salvarnos. ¿Por qué? Porque el amor se aquilata, se demuestra y se confirma en el amor. Porque solo el amor es más fuerte que la muerte. Porque no hemos nacido para la muerte sino para el amor. Y nadie tiene amor más grande que el da, como Jesús, su vida por los demás. Y todos estamos llamados a aprender en la escuela de la vida, que siempre, de un modo u otro, es escuela y paso de la cruz, a saber dar nuestra vida. Normalmente, habitualmente, no será mediante el supremo gesto martirial y cruento de dar física y totalmente la vida, Será paso a paso, sorbo a sorbo. ¿Por qué entonces, como nos previno el Señor, como ya nos alerta, queremos vivir a espaldas de la cruz, prófugos de ella? ¿También nosotros, como Pedro en Roma, en el año 68, queremos huir, nunca mejor dicho de la quema? ¿Creemos que con ello se solucionarán nuestros problemas? ¿Emprenderemos la senda del suicidio de nuestra capacidad de amor y de entregarnos a cambio de la falsa sensación, de la ilusoria expectativa de apartar de nosotros lo que cuesta, lo que duele?

La Cruz es el Amor

Dios no calla en la cruz. Dios llora en la tierra cuando esta se abre. Dios gime con los que gimen. Porque no hay cruz en la vida humana que el Señor no comparta con nosotros. Dios habla con la cruz y en la cruz. Y su palabra es el amor y la misericordia, es la seguridad de que Él está con nosotros. Es el recordatorio, es la llamada a saber cargar con nuestra cruz y ayudar a los hermanos a cargar con ella. «Nada –escribió con verdad y con belleza el poeta- se ha inventado sobre la tierra más grande que la cruz. Hecha está la cruz a la medida de Dios, de nuestro Dios. Y hecha está también a la medida del hombre». Nada más humano, nada más divino. Nada que nos enseña más «el equilibrio humano de los mandamientos».

«La Cruz de Jesús es la Palabra con la que Dios ha respondido al mal del mundo. A veces nos parece que Dios no responde al mal, que permanece en silencio. En realidad Dios ha hablado, ha respondido, y su respuesta es la Cruz de Cristo: una palabra que es amor, misericordia, perdón. Y también juicio: Dios nos juzga amándonos. Recordemos esto: Dios nos juzga amándonos. Si acojo su amor estoy salvado, si lo rechazo me condeno, no por él, sino por mí mismo, porque Dios no condena, Él sólo ama y salva».

«Queridos hermanos, la palabra de la Cruz es también la respuesta de los cristianos al mal que sigue actuando en nosotros y a nuestro alrededor. Los cristianos deben responder al mal con el bien, tomando sobre sí la Cruz, como Jesús».

La vida es luchar y cargar con la cruz

Con ocasión de su reciente muerte, los medios de comunicación recuperaron unas declaraciones de un importante jugador y seleccionador de fútbol español. «El fútbol –enfatizaba este- es siempre ¡ganar, ganar, ganar y ganar!». La vida humana, hermanos es, siempre y en todo lugar ¡luchar, luchar, luchar y luchar! No podemos jamás dar por vencida ninguna batalla. No debemos jamás tirar la toalla. Es una utopía, un camino a ninguna parte, una huida en falso, el dejarnos caer de brazos y emprender la senda del abandono.

«Continuemos este Vía Crucis en la vida de cada día. Caminemos juntos por la vía de la Cruz, caminemos llevando en el corazón esta palabra de amor y de perdón. Caminemos esperando la resurrección de Jesús, que nos ama tanto. Es todo amor»,

«Con la cruz, Jesús se une al silencio de las víctimas de la violencia, que ya pueden gritar, sobre todo los inocentes y los indefensos; con la Cruz, Jesús se une a las familias que se encuentran en dificultad, y que lloran la trágica pérdida de sus hijos…Con la cruz Jesús se une a todas las personas que sufren hambre, en un mundo que, por otro lado, se permite el lujo de tirar cada día toneladas de alimentos. Con la cruz, Jesús está junto a tantas madres y padres que sufren al ver a sus hijos víctimas de paraísos artificiales, como la droga».

«Con la cruz, Jesús se une a quien es perseguido por su religión, por sus ideas, o simplemente por el color de su piel; en la cruz, Jesús está junto a tantos jóvenes que han perdido su confianza en las instituciones políticas porque ven el egoísmo y corrupción, o que han perdido su fe en la Iglesia, e incluso en Dios, por la incoherencia de los cristianos y de los ministros del Evangelio. ¡Cuánto hacen sufrir a Jesús nuestras incoherencias!».

«En la Cruz de Cristo, está el sufrimiento, el pecado del hombre, también el nuestro, y Él acoge todo con los brazos abiertos, carga sobre su espalda nuestras cruces y nos dice: ¡Ánimo! No la llevas tu solo. Yo la llevo con contigo y yo he vencido a la muerte y he venido a darte esperanza, a darte vida (cf. Jn 3,16)».

Y «la cruz invita también a dejarnos contagiar por este amor, nos enseña así a mirar siempre al otro con misericordia y amor, sobre todo a quien sufre, a quien tiene necesidad de ayuda, a quien espera una palabra, un gesto. La cruz nos invita a salir de nosotros mismos para ir al encuentro de ellos y tenderles la mano».

Iglesia y cristianos cirineos

«Muchos rostros, lo hemos visto en el Viacrucis, muchos rostros acompañaron a Jesús en el camino al Calvario: Pilato, el Cirineo, María, las mujeres… Yo te pregunto hoy: ¿como queréis ser? ¿Queréis ser como Pilato, que no tiene la valentía de ir a contracorriente, para salvar la vida de Jesús, y se lava las manos? Decidme: sois de los que se lavan las manos, se hacen los distraídos y miran para otro lado, o sois como el Cirineo, que ayuda a Jesús a llevar aquel madero pesado, como María y las otras mujeres, que no tienen miedo de acompañar a Jesús hasta el final, con amor, con ternura. Y ¿cómo cuál de ellos queréis ser? ¿Como Pilato, como el Cirineo, como María? Jesús te está mirando ahora y te dice: ¿Me quieres ayudar a llevar la Cruz? Hermano y hermana, con toda tu fuerza, ¿tú qué le contestas?».

«Llevemos nuestras alegrías, nuestros sufrimientos, nuestros fracasos a la Cruz de Cristo; encontraremos un Corazón abierto que nos comprende, nos perdona, nos ama y nos pide llevar este mismo amor a nuestra vida, amar a cada hermano o hermana nuestra con ese mismo amor».

Y es que solo somos cristianos, solo somos Iglesia de Jesucristo, cuando como nos rezamos en prefacios de la misa, «tenemos entrañas de misericordia ante toda miseria humana», cuando transmitimos «el gesto y la palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado…y nos mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido». Cuando seamos Iglesia «recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, y todos puedan «en ella un motivo para seguir esperando». Una Iglesia madre acogedora y entrañable, siempre de puertas abiertas, no aduana ni controladora, sino hogar acogedor, cálido y misericordioso que transparente a su Señor, a su único Señor, Jesucristo, el Crucificado, el Resucitado. Quien manifiesta su amor para con los pobres y los enfermos, para con los pequeños y los pecadores. Quien nunca permaneció indiferente ante el sufrimiento humano; y cuya vida y su palabra son para nosotros la prueba del amor grande más grande y definitivo, el amor de un padre, que siente ternura por sus hijos.

Una Iglesia, la Iglesia de la Cruz y de la Pascua, que sepa discernir los signos de los tiempos y creceros en la fidelidad al Evangelio; una Iglesia que se preocupe en compartir en la caridad las angustias y las tristezas, las alegrías y las esperanzas de los hombres, y así les muestre el camino de la salvación.

Y esa Iglesia, que somos tú y yo, esa Iglesia que es la prenda de la nueva y definitiva humanidad, solo nace, solo se nutre, solo se desarrolla, solo da frutos si está unida a la Cruz, que siempre lleva a la luz y a la Pascua.

 

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